Existe un vínculo, que casi siempre se nos presenta bajo la forma del malentendido, entre la inteligencia y el suicidio. Tiende a creerse que un genio nunca se daría muerte a sí mismo y, sin embargo, no son pocos los escritores, los artistas y los pensadores que, llegado el instante decisivo, prefieren renunciar voluntariamente a la vida para ir en busca de una buena muerte. Le ocurrió a José María Arguedas, el escritor peruano de Los ríos profundos, apóstol del indigenismo. Fue el caso de Empédocles, del que se cuenta que se lanzó al cráter del Etna buscando regresar a la naturaleza. De un disparo se quitaron la vida –en siglos distintos– Larra y Hemingway. Virginia Woolf se ahogó en la turbia corriente de un río. Ángel Ganivet, tras ver cómo la sífilis paralizaba su cuerpo, se lanzó desde un barco al mar helado de Riga. La lista es interminable: Pavese, Sylvia Plath, Walter Benjamin, Horacio Quiroga o Violeta Parra –la hermana de don Nicanor, el gran antipoeta– abandonaron este mundo con este gesto que desafiaba a su destino y, a la vez, enmendaba la tradición (cristiana) que censura la muerte inducida, el único problema filosófico –al decir de Camus– que es realmente serio.
De esta nutrida galería de brillantísimos suicidas, gente que no quiso esperar a morirse, como hubiera dicho Unamuno, sobresalen dos personajes: Stefan Zweig y Arthur Koestler. Ambos, antes de apartarse a un lado del camino, levantaron el testimonio de su tiempo a través de relatos autobiográficos escritos en primera persona sobre sus azarosas vidas, que en cierto sentido recogen también las vivencias de sus respectivas generaciones. Zweig, que optó por envenenarse junto a su mujer, Lotte, en Petrópolis, huyendo del fantasma del nazismo, eternizó la Viena culta de la Europa de entreguerras en El mundo de ayer. Koestler (1905- 1983) dejó escritos dos extraordinarios libros de memorias –Flecha en el azul (1952) y La escritura invisible (1954)–, reunidos ahora por la editorial Lumen en un único tomo, al calor del 40 aniversario de su deceso, tres décadas antes de mezclar alcohol con barbitúricos, también junto a su tercera mujer, Cynthia, anticipándose así al cáncer que sufría en la sangre.
En sus confesiones, que abarcan desde el comienzo del pasado siglo hasta cumplido su ecuador, se descubre a un escritor dotadísimo, con un sentido del humor fino e inteligente y una extraña obstinación por perseguir –sin tasa– la estela de todos los idealismos de la pasada centuria, incluidos aquellos que, como fue el caso del comunismo, provocaron muertes infinitas predicando la (falsa) justicia social. Todas las vidas de Koestler, que fue sin contradicción ingeniero (sin carrera), periodista, espía, dogmático, buscavidas, propagandista, político, divulgador científico, teórico de casi todo y un desengañado profesional, pueden resumirse como la búsqueda de unas utopías que, cíclicamente, se convertían en su antítesis.
Encrucijada de totalitarismos
Los recuerdos del escritor húngaro, que además de en su idioma natal escribió en alemán y en inglés, son una suerte de continuación involuntaria del memorialismo nostálgico de Zweig, aunque, en su caso, sea impío sobre todo consigo mismo y deje sin aclarar algunas sombras de su vida íntima. Cosas de caballeros de otro tiempo. Todos los memorialistas mienten diciendo una parte escogida de la verdad. Si el mayor escritor austriaco de biografías históricas inventó el mito de la Europa civilizada, Koestler describió con todo lujo de detalles, además de su vida familiar, sus años de formación y su tormentosa educación sentimental, marcada por la timidez genética y una permanente conciencia de culpa –que es un mal habitual entre las familias cristianas y judías–, asuntos como la incubación cultural del nazismo entre la alta burguesía alemana y los espejismos (bondadosos primero; más tarde, asesinos) de la revolución bolchevique o la Guerra Civil española, esa encrucijada de totalitarismos.
Su epopeya tiene algo de novela bizantina. Militante primero del sionismo más temprano –la parte del libro donde describe su viaje a Israel, con sólo 20 años, donde se ve sometido a la disciplina feudal de las comunidades de pioneros hebreos, es tan antológica como terrible– y después del comunismo, en el relato de su vida no se percibe parcialidad, sino una deliciosa franqueza natural. Ecce homo. ¿Qué movía a Koestler a buscar la redención entre todos los idealismos de su siglo? Diríamos que una extrañísima sed de absoluto, que es una forma –sin duda solemne– de camuflar, con la ayuda de la retórica mística, el hondo sentimiento de descontento con su vida. La insatisfacción le condujo a perseguir, entre los colectivismos de su hora histórica, la liberación del hombre. Una tarea del todo punto imposible porque, como él mismo escribe, «el reloj que marcó la hora de mi nacimiento también anunciaba el fin de la era del liberalismo y del individualismo». A él le tocó vivir el fin del Imperio austrohúngaro, la irrupción del comunismo (primero en Hungría, su país), el espanto del nazismo (en Austria y en Alemania), dos guerras mundiales, el estalinismo, el golpe militar de Queipo de Llano en Sevilla, la caída de Málaga en manos de las tropas franquistas, los campos de concentración, los centros de refugiados, el suicidio moral de Francia y el eterno conflicto en Palestina.
El siglo XX, en cierto sentido, significó el ocaso de la era de la razón y la entronización súbita de los dogmatismos raciales y políticos. A medida que transcurre el tiempo, su saldo histórico se torna mucho más pavoroso. «De cada cuatro personas que conocí antes de los treinta años, tres fueron aniquiladas en España, torturadas hasta la muerte en Dachau, ejecutadas en las cámaras de gas de Belsen, deportadas a Rusia, o liquidadas en este país; algunos se arrojaron por la ventana en Viena o Budapest», escribe Koestler en un pasaje de estas confesiones, donde explica –con esa sencillez que tienen los que saben muy bien de qué hablan– que es más fácil explicar (a los demás) cómo uno se suma a una creencia (sea la que sea) que dar noticia del proceso inverso. «Convertirse o convencerse es un acto más o menos netamente definido; perder una convicción es un largo proceso de desintegración». Cabe decir esto mismo de sus sabias memorias: son un viaje de ida por los entusiasmos de Koestler, seguidas de la crónica de un regreso (siempre a contracorriente) por la larga lista de sus desengaños. Y ambas cosas contadas con el envidiable grand style de los buenos periodistas antiguos.