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Ósip Mandelstam ante el abismo

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Culmino esta serie decembrina de relecturas con el frágil poeta Ósip Mandelstam que, junto a Étienne de La Boétie y Carlo Levi, ilustran la desigual (pero irrenunciable) lucha del individuo libre ante el poder despótico. Deseo que el 2024 sea un año pródigo en dones y panes para todos los demócratas y que la «conversación con los difuntos» nos ilumine el camino del presente.

En noviembre de 1933, Ósip Mandelstam recitó de memoria un epigrama sobre Stalin en una reunión familiar. El 13 de mayo de 1934, fue detenido por la policía secreta. La orden de detención es firmada por el propio Yagoda, jefe de la NKVD. El poema había sido leído en el curso de una velada en el minúsculo apartamento que ocupaba en Moscú, junto a su mujer Nadiezhda Mandelstam, tras años de una existencia paupérrima y errante. Era una reunión íntima, con su cuñado Evgueni, su hermano Alexander, tres amigos de toda la vida y Anna Ajmátova, su hermana de letras desde los años locos del acmeísmo y del Perro Vagabundo, el café-teatro donde se daban citas los jóvenes poetas de San Petersburgo. Podemos imaginar la zozobra de los asistentes, sus evasivas miradas ante la voz musical de Mandelstam recitando:

Vivimos sin sentir el país a nuestros pies,

nuestras palabras no se escuchan a diez pasos.

La más breve de las pláticas

gravita, quejosa, al montañés del Kremlin.

[…]

Sus bigotes de cucaracha parecen reír

y relumbran las cañas de sus botas.

[…]

Uno silba, otro maúlla, aquel gime, el otro llora;

sólo él campea tonante y los tutea.

[…]

Toda ejecución es para él un festejo

que alegra su amplio pecho de oseta.

¿Un simple desahogo doméstico sin alcance ninguno, salvo preservar la dignidad ante los cercanos? ¿La primera chispa de un incendio, esperando que el poema corriera anónimo por las calles de Moscú? ¿O fue más bien una suerte de suicidio en dos tiempos, ante el derrumbe de todas las viejas certezas? 

El problema para Mandelstam no era ya la desaparición de todo lo que le daba sentido a la vida intelectual: los cafés, las tertulias, las revistas, los diarios y las editoriales, la libertad de crítica y de cátedra, y el tejido de trabajos, premios y reputaciones que de ello se desprendían. Ni siquiera la ruda imposición de un credo artístico oficial, el «realismo socialista», y la censura preventiva de cualquier texto fuera de los moldes oficiales. Mandelstam llevaba sin publicar más de un lustro, proscrito de todos los medios, y apenas había dejado atrás una sequía poética que lo perseguía desde mediados de los años veinte. Su feroz independencia, su incapacidad de callar, lo tenían atormentado ante lo que veía. Ahora el problema había subido de escala: condenas por cualquier bagatela, campos de trabajos forzados, ejecuciones sumarias. Todo, bajo una atmósfera envenenada de recelo y delaciones, ecosistema tóxico en el que aprendían a medrar los bardos oficiales, favoritos del «zar rojo», quienes no por eso dejaban tampoco de estar en peligro.

Tras varios días de torturas, aislamiento, amenazas, el juez instructor (que luego sería represaliado también) le informó de que había sido acusado y condenado por un delito de odio contra líder supremo de la Unión Soviética a tres años de cárcel. Y de manera teatral le leyó una transcripción del poema en su primera versión (Mandelstam lo había reescrito suprimiéndole un verso particularmente duro: «Asesino y devorador de mujiks»). ¿Quién de sus amigos lo traicionó, memorizó el poema, lo anotó cuidadosamente y fue a denunciarlo a la policía? Imposible saberlo. Los interrogatorios, el durísimo traslado, la reclusión en Cherdyn, convertida en una ciudad prisión al pie de los Urales, le rompieron su ya por entonces frágil equilibrio mental e intentó suicidarse. Tenía delirios, arrastraba todo tipo de dolencias cardiacas, sufría de insomnio. Su vida corría peligro.

«Ósip Mandelstam, junto a Étienne de La Boétie o Carlo Levi, ilustra la desigual (pero irrenunciable) lucha del individuo libre ante el poder despótico»

Su mujer y Ajmátova acudieron a todas las puertas, movieron hilos, suplicaron. Al final consiguieron dos avales: de Nikolái Bujarin (poco después, condenado a muerte como otras figuras clave del Politburó al inicio de las purgas estalinistas) y de Boris Pasternak (represaliado en los cincuenta por publicar en el extranjero su más célebre novela, Doctor Zhivago). Tras la intervención de Bujarin y Pasternak ante Stalin (condenado post mortem por sus «excesos» en las resoluciones secretas del XX Congreso del PCUS de 1956), la pena de cárcel se permutó por tres años de exilio interior, al que además le permitieron ir acompañado de su mujer. «Aislarlo, pero protegerlo», decía la nota manuscrita que selló su destino. Les dieron a escoger una ciudad, descartadas eso sí, las más grandes. Eligieron Vorónezh, a orillas del Don y a menos de 600 kilómetros al sur de Moscú.

La pena, benévola en extremo, no les ahorró dolencias. No conocían a nadie, no tenían dinero, todos los trabajos dependían del Estado y ellos eran unos proscritos. Sobrevivían en cuchitriles minúsculos, sin intimidad ni reposo, sin libros, con la obligación de presentarse cada tercer día en la policía a sellar su pasaporte de residente. Aun así, se las ingeniaron para sobrevivir. Sus necesidades eran mínimas: té, tabaco y una despensa. Todos sus bienes y enseres domésticos cabían en una maleta. La poesía volvió, milagrosa. Anna Ajmátova los visitó y escribió un poema en recuerdo de la estancia con su alma gemela. Termina así:

En la habitación del poeta prohibido

montan guardia la musa y el temor,

la noche cae

sin la esperanza de la aurora.

Es en ese clima de desesperación que hay que entender el segundo poema dedicado a Stalin. Esta vez, una oda, con todos los elogios y modismos de rigor, que compone con la esperanza de ser rehabilitado. Al terminar los tres años de exilio, regresan a Moscú, donde descubren que fue en vano. No tienen permiso de vivir en la ciudad, su departamento ha sido ocupado y no son recibidos por la Unión de Escritores, la única instancia que podría rehabilitarlo. Sigue siendo un apestado. Sobreviven como mendigos en los alrededores de Moscú. Viajan a San Petersburgo para despedirse del padre de él, de su adorada sobrina (que moriría de tuberculosis en el cerco de la ciudad por los nazis) y de Ajmátova. Ella también está al borde del abismo. Su hijo será detenido en 1938 (como ya lo ha sido su exmarido), condenado al Gulag, del que sería liberado solo tras la muerte de Stalin. De ese dolor saldrá su inmortal Réquiem.

El cerco se cierra. El 2 de mayo de 1938, cuatro años después de su primer arresto, es detenido de nuevo y condenado a un campo de trabajos forzados en Siberia. Muere de un infarto en un campo de traslado en las cercanías de Vladivostok.

Ósip Mandelstam nació en Varsovia en 1891, cuando Polonia pertenecía al Imperio Ruso. Enamoradizo, teatral, con un don innato para la música y el lenguaje, traductor del alemán (estudió en Heidelberg) y del francés (estudió en La Sorbona), Mandelstam fue niño prodigio que desde su primer libro (La piedra, 1913) pasó a formar parte del canon de la poesía rusa. Mandelstam pensaba que Occidente se sustentaba en el Mediterráneo, en las bodas entre el cristianismo y el imperio romano, y de ahí su interés por Armenia, comunicada por el mar Negro con ese mundo, caldero de la humanidad. Judío apóstata, de padre comerciante y madre maestra de piano, se bautizó para entrar a la universidad de San Petersburgo. Amante de Italia como epicentro de la cultura y de Dante como corazón de la poesía (escribió un libro sobre la Divina comedia, que recitaba de memoria), fue un poeta cuya vida quedó cifrada entre un epigrama y una oda. Efectivamente: «Toda ejecución es para él un festejo».


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