Un buen libro no solo lo es por su contenido, sino también por su planteamiento, cuando este invita a considerar otras posibilidades, a dialogar con el autor sobre tales o cuales preferencias o tesis que expresa en su obra. Es lo que ocurre al leer el libro de Ian Kershaw Personalidad y Poder (Forjadores y Destructores de la Europa Moderna). Kershaw se propone examinar la relación entre el líder político y las circunstancias en que se desarrolla su liderazgo y obra política; en otras palabras, si el líder excepcional puede ser más determinante que la época y contexto en que dejó su huella o si, por el contrario, estos últimos son los realmente definitorios, de manera que si otro individuo hubiera alcanzado el poder en el lugar del líder que realmente lo hizo su impacto no habría sido muy diferente.
Para su examen, elabora siete hipótesis de trabajo que pone a prueba mediante el estudio de 12 personalidades históricas europeas, a fin de intentar darles respuesta en sus conclusiones. En realidad, las hipótesis podrían reducirse a dos: diferencias entre el liderazgo en tiempos de paz y en tiempos de guerra o posguerra —pues no hay mayor conmoción política ni mayor concentración de poder que durante los conflictos bélicos y a su término— , y diferencias entre el liderazgo en regímenes dictatoriales y democráticos.
Estudia 12 ejemplos en la Europa del siglo XX, a saber: Lenin, Mussolini, Hitler, Stalin, Churchill, De Gaulle, Adenauer, Franco, Tito, Thatcher, Gorbachov y Kohl. Como autor, es muy libre de acotar el campo geográfico y temporal de su estudio. Sin embargo, el lector puede cuestionar la exclusión de esta lista de algunos presidentes norteamericanos que dejaron fuerte impronta en la Europa de su tiempo: Wilson durante la Primera Guerra Mundial, Roosevelt durante la Segunda, y Reagan y Bush durante el final de la Guerra Fría, con independencia de la influencia que tuvieron en el resto del mundo y, por supuesto, en su propio país.
Asimismo, se echa en falta alguno de los líderes que protagonizaron la liberación de sus naciones de las dictaduras comunistas y control soviético, en una época marcada por la reunificación del continente. Había dos candidatos evidentes, por su trayectoria personal y por el papel que sus naciones habían tenido en la historia europea: Lech Walesa y Václav Havel.
La historia europea de la posguerra no se entiende sin el proyecto de integración europea que encarnó la CECA y la CEE, primero, y la UE, después. Tan sui generis es el proyecto que las dos personalidades políticas más estrechamente asociadas a la primera y segunda fase, Jean Monnet y Jacques Delors, respectivamente, nunca fueron jefes del Gobierno de su país —Monnet ni siquiera fue ministro—, pero han pasado a la historia europea como primer presidente de la Alta Autoridad de la CECA (Monnet) y presidente de la Comisión Europea (Delors). Su influencia en la Europa actual es enorme pero, contrariamente a las 12 personalidades seleccionadas por Kershaw, aquella está disociada de todo poder militar, del que carecieron.
«En la historia, salvo excepciones, el poder político ha sido monopolizado por los hombres»
Hubiera sido también posible incluir en la lista a dos líderes políticos y militares extraordinarios, nacidos ambos en Europa, en Salónica y Plonsk (Polonia), llamados a ser los fundadores de la República de Turquía y del Estado de Israel, respectivamente. Mustafá Kemal Atatürk y David Ben Gurión no se entienden desgajados del siglo XX europeo y ambos tuvieron un papel protagonista en la transformación del Imperio Otomano —indisolublemente ligado a la historia moderna europea— en el Estado nacional del pueblo turco (Atatürk) y en la realización del proyecto sionista en la Palestina histórica (Ben Gurión).
Tras comparar todos los personajes objeto de estudio, saltan a la vista algunos elementos comunes a todos ellos, que Kershaw resume bien: un grado notable de determinación, una inquebrantable voluntad para triunfar y un grado de egocentrismo que exige una lealtad extrema y lo supedita todo a los objetivos deseados. Y también otra característica que todos cumplen salvo Thatcher: su condición masculina. Ello nos recuerda que, en la historia europea, salvo unos casos excepcionales de reinas y emperatrices, el poder político ha sido monopolizado por los hombres, lo que por otra parte ha sido la regla en la historia mundial.
A partir de ahí, dos son las circunstancias que han condicionado el impacto histórico que han tenido las personas con estos rasgos que lograron hacerse con el poder en los países más importantes de Europa en momentos críticos: el marco democrático o dictatorial en que actuaron; y que su actuación se inscribiera o no en un contexto de extrema perturbación, cuyo máximo exponente es la guerra. Pero incluso si llegaron a la cima como consecuencia de la guerra, el modus operandi del acceso y mantenimiento en el poder y su autonomía de decisión fueron muy diferentes según fueran líderes democráticos o dictadores. Entre las muchas diferencias hay una que quizá sea definitiva: Churchill o De Gaulle murieron en sus países de origen tiempo después de haber abandonado el poder, lo que habría sido impensable en el caso de Stalin o Hitler.
En otras palabras, en las democracias, ni siquiera en los estados de excepción decretados en tiempo de guerra, existe el riesgo de identificación absoluta entre el líder, el poder y la nación. El ideal democrático tiende a aproximarse a la manera suiza de ejercer el gobierno, en que la continua rotación acaba por diluir la persona que ejerce la magistratura, pues importa más la institución que su titular. No cabe duda que la Unión Europea es una magnífica escuela de líderes democráticos: aquel que haya asistido a algún Consejo Europeo de los que se alargan hasta bien entrada la madrugada y haya visto cómo primeros ministros y presidentes de República aguardan su turno para asistir al confesionario con el presidente del Consejo Europeo habrá podido comprobar cómo el entramado institucional de la UE y, con él, toda la ciudadanía europea, susurra al oído del líder que es polvo, y en polvo se convertirá.
«Apenas había precedentes para una actitud ante el poder como la que mostró Gorbachov»
De los doce personajes seleccionados, Kershaw concluye que los personajes más trascendentes, en cuanto a su importancia histórica, fueron Lenin, Stalin y Hitler. Pocos dudarán de que el impacto de los tres fue colosal, como lo fue el poder de destrucción de los dos últimos. Sin embargo, la repercusión individual de Hitler posiblemente fue mayor que la de Lenin y Stalin. Al fin y al cabo, los dos últimos se inscribían en la tradición autocrática de los zares, y la brutalidad del terror había ya sido puesta en práctica, sin llegar al paroxismo estalinista, por los dos últimos zares, Alejandro III y Nicolás II. Nada, en cambio, en la historia precedente del Imperio Alemán hacía presagiar la degradación y abyección absolutas a las que llevó Hitler a su país. Por esa misma razón, Gorbachov fue tan sorprendente como lo fue Hitler, en el sentido que, salvo el liberalismo del zar Alejandro II o el reformismo del primer ministro Stolypin, apenas había precedentes para una actitud ante el poder como la que mostró Gorbachov.
Además de la tradición política de la propia nación, otro factor condiciona como pocos la consagración de ciertos líderes como determinantes en el curso de la historia de su país, e incluso de su continente entero: el azar, como por otra interviene en la vida de todas las personas, con independencia de su oficio y condición. Si el azar es máximo, si la vida del líder atraviesa todo tipo de vicisitudes hasta su acceso al poder, su figura irradia el atractivo de lo improbable.
De las 12 figuras analizadas por Kershaw, dos líderes, uno democrático y otro autoritario, nos siguen fascinando por sus hazañas y por lo excepcional de su trayectoria: De Gaulle y Tito. Cómo un subsecretario de Defensa recién ascendido a general que partió al exilio londinense cuando los alemanes invadieron Francia pudo regresar al cabo de cuatro años a París como parte de la coalición victoriosa que derrotó a la Alemania de Hitler y sus aliados es realmente inverosímil. Como lo es la actuación de Tito, con una trayectoria de clandestinidad en la Yugoslavia de entreguerras, superviviente a las purgas estalinistas y líder militar de la resistencia partisana contra las potencias del Eje, que consiguió mantener unido un país improbable que se desintegró a los pocos años de su muerte. Su condición de líder autoritario y los métodos brutales que en ocasiones empleó le ha enajenado el reconocimiento de una parte considerable de los nacionales de las Estados que se independizaron de la antigua Yugoslavia, lo que no ha ocurrido con la figura de De Gaulle.
Queda fuera del campo de estudio de Kershaw una modalidad de líder político en la historia europea que no llegó al poder o por la fuerza de las armas o de las urnas (o de los vericuetos de regímenes despóticos, como Stalin o Gorbachov), sino de la herencia. Reyes y emperadores fueron la principal emanación de poder durante la historia europea, si bien los últimos representantes ocurrieron en el siglo XIX, bien con los poderes menguados de los reyes constitucionales, bien intactos en el caso de los zares. En el fondo, el poder recibido a través de la sangre no deja de ser el caso más extremo de azar, sin que nada pueda predecir si cuando el príncipe heredero sea coronado —si lo llega a ser— reunirá las aptitudes propias del líder político.
En definitiva, el libro de Kershaw estimula una meditación sobre las relaciones entre persona, poder y sociedad que, más allá del campo de estudio elegido de la Europa del siglo XX, encierra no pocas claves de la historia humana.